Acta Neurológica Colombiana
0120-8748
2422-4022
Asociación Colombiana de Neurología
https://doi.org/10.22379/anc.v41i2.1294

Recibido: 24 de abril de 2025; Revision Received: 28 de abril de 2025; Aceptado: 30 de abril de 2025; Aceptado: 16 de mayo de 2025

Huellas imborrables del maestro que forjó la neurología antioqueña: en memoria de Carlos Santiago Uribe (20 de enero de 1935 - 23 de marzo de 2025)


Indelible traces of the master who forged Antioquian neurology: In memory of Carlos Santiago Uribe (January 20, 1935 - March 23, 2025)

D. Vallejo, 1* J. Jiménez, 1

Universidad de Antioquia, Medellín, Colombia Universidad de Antioquia Universidad de Antioquia Medellín Colombia

Correspondencia/Correspondence: Dionis Vallejo, Universidad de Antioquia, Medellín, Colombia. Correo-e: dionisv@gmail.com
Los autores no tienen conflictos de interés por declarar en la escritura de este obituario.

Hay vidas que se narran con fechas y otras que contamos siguiendo sus huellas. Carlos Santiago Uribe dejó las suyas en los pasillos del hospital San Vicente, entre los bloques de la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia, en los textos que regalaba a sus alumnos, en las madrugadas silenciosas en las que el conocimiento se sembraba como cultivando un jardín. Se fue en calma, como vivió, pero su voz, serena, paciente y sabia, sigue resonando en quienes tuvimos la dicha de escucharlo.

Nació el 20 de enero de 1935 en Medellín, Colombia, en la emblemática calle Junín. Fue el menor de su familia, creció entre libros y desde niño mostró una rara mezcla de sensibilidad y disciplina, cualidades que luego definirían su vocación médica.

Su amor por la medicina fue un llamado temprano. Recortaba artículos, los leía con devoción y soñaba con aliviar. Estudió en los colegios Ateneo y San Ignacio, y luego ingresó a la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia, la que siempre sería su alma mater, de la cual se graduó en el año de 1958. En el año 1959, ingresó como residente al programa conjunto de Neurología y Neurocirugía de la Universidad de Antioquia, del cual fue su primer egresado y también el futuro arquitecto del que se convirtiera en el primer programa de Neurología, acreditado en Colombia.

El deseo de aprender lo llevó hasta Boston, al Massachusetts General Hospital de Harvard, donde se formó con gigantes de la Neurología como Raymond Adams y Robert Schwab, y profundizó sus conocimientos en electroencefalografía. En esta aventura lo acompañó María Cecilia, su compañera de vida, quien aprendió a disfrutar con él la pasión por las ondas y los electrodos del electroencefalógrafo.

Luego eligió volver a Antioquia, eligió a su gente, pero sobre todo, eligió educar. Durante más de medio siglo fue profesor de Neurología y más que enseñar, acompañaba; más que corregir, inspiraba.

Cada mañana, antes de las 6:00 a. m., su figura discreta ya caminaba por los pasillos del servicio, en aquella sala del Hospital San Vicente que hoy lleva su nombre. Con un café en la mano, su bata blanca y el martillo de reflejos y una libreta llena de notas en los bolsillos, daba inicio a una jornada de entrega a pacientes y estudiantes.

Fue autor de numerosos artículos y múltiples libros, sí, pero más aún, fue autor de gestos; su técnica semiológica era tan limpia, tan precisa, que resultaba imposible no enamorarse de la Neurología al verlo en acción. Cada examen neurológico suyo era una lección de método, sensibilidad y respeto por el paciente, y contagiaba entusiasmo sin necesidad de alzar la voz.

Quienes fuimos sus residentes lo recordamos no solo por lo que enseñaba, sino por cómo lo hacía: con generosidad, paciencia y pasión.

Carlos Santiago Uribe tenía una maravillosa costumbre: nos dejaba artículos a sus alumnos, firmados y dedicados. A veces, con una frase, a veces, con una pista. Esos papeles, que aún guardamos, son pequeñas joyas, testimonios de un vínculo pedagógico y humano que nos marcó para siempre.

Cuando pasábamos nuestra ronda o revista a los pacientes, nos iba dejando sus famosos aforismos, una estrategia didáctica, que como buen conocedor del funcionamiento de la memoria humana, sabía que no fallaría: "Nunca formular antes de examinar" o "Diagnóstico berracón, lo aclara la evolución", máximas que repetimos hoy con reverencia, ternura y nostalgia.

Siempre llenó de significado y símbolos las actividades del servicio, por ejemplo:

Fundó el "neurorráneo", una tradición en el Servicio de Neurología de la Universidad de Antioquia que mezclaba café, historia y clínica, allí hablaba de Charcot y Babinski como quien habla de viejos amigos, o de sus experiencias de vida o también de las últimas noticias publicadas en Neurology u otra revista científica, y es que amaba la historia tanto como la medicina.

Instauró también una de las tradiciones más simbólicas del programa; la ceremonia del martillo. A cada nuevo neurólogo que se graduaba bajo su tutela, le entregaba tres objetos sencillos: un martillo de reflejos, un algodón y un pin. "Esto es lo que necesitan para ejercer la neurología", decía. Pero no eran solo instrumentos físicos, eran símbolos del arte de observar, escuchar y explorar con respeto. Junto a ellos, ofrecía palabras que nos preparaban para el mundo: sabiduría clínica envuelta en humanidad. Aquello que necesitábamos para ejercer la Neurología y que en realidad nos lo había entregado cada día que nos acompañó en nuestra residencia.

Junto a María Cecilia, su compañera durante más de cincuenta años, formó un hogar donde se cultivaron los mismos valores que llevó a sus clases. Dos de sus hijos, Juan Santiago y Carlos Esteban, siguieron el camino de la medicina, no por deber, sino por inspiración. Su hija María Cristina, por su parte, se dedicó al periodismo, otra forma noble de explorar y comunicar la realidad con profundidad y sensibilidad.

Carlos Santiago Uribe era un enamorado de las tradiciones españolas, de la tauromaquia, y disfrutaba del aguardiente y el jerez, compartido con familia y amigos en momentos de camaradería, pero incluso sus pasiones eran discretas. Le placía jugar golf, no por el deseo de jugarlo perfecto, sino por la paz y la paciencia que requiere esta actividad. Era, como él, un deporte sereno, contemplativo, de tiempos largos y silencios valiosos.

Aunque tuvo muchos homenajes y premiaciones, nunca buscó reconocimiento ni protagonismo, lo suyo fue el trabajo silencioso, la compañía leal, el consejo sabio ofrecido cuando se le pedía, guiando con ternura y sin alarde.

Se nos fue el maestro, pero no el legado. La Neurología colombiana lo extrañará, pero quienes fuimos tocados por su palabra y su presencia, siempre profunda, lo llevamos con nosotros y, al recordarlo, sabemos que hay vidas que no terminan, sino que solo se transforman en historia, en ejemplo y en gratitud.